“La receta de las repochetas es bastante sencilla como sencillita soy yo, sencillita mi familia y sencillito el pueblito de agricultores de donde provengo”, comenta Mabel en el texto presentado al concurso “Sabor a Iberoamérica”. “A pesar de su sencillez, la combinación de los ingredientes de las repochetas está tan bien balanceada que le encanta a toda la gente, los ricos y a los pobres, a los de aquí y a los de allá, a los nicas y a los ticos, a mis hijos y a los vecinos. Para mi familia y mi pueblo ha sido alimento en épocas difíciles y alimento en épocas de bonanza”.
La receta de las repochetas nicaragüenses fue una de las 10 seleccionadas en el concurso “Sabor a Iberoamérica”, que premió historias de recetas culinarias tradicionales de las comunidades migrantes de la región. Resultado de una sinergia de los programas de cooperación iberoamericana en las áreas de cultura, cocina y migración, el concurso fue presentado en abril de este año por la Secretaría General Iberoamericana (SEGIB), los programas IberCultura Viva e Iber-Rutas y la iniciativa IberCocinas.
Aprendí la receta de las repochetas de mi mamá. No sé nada sobre el origen, para mi las inventó mi madre porque eso fue lo que viví. Eran épocas difíciles. Después de la revolución sandinista vino la contrarrevolución. Yo no recuerdo nada de eso, era muy pequeña. Lastimosamente uno de mis tíos favoritos murió por esas horribles guerras. Aunque no se hablaba de eso, de segurito que la pobreza en que vivíamos fue fruto de todo ese proceso, aunque mi papá decía que era la tierra que estaba cansada y ya no producía como antes.
¿Se imaginan?, mis papás debían mantener 11 hijos y, así un día, mi madre preparó una masa, le puso los frijoles molidos, la ensalada y la cuajada encima. Nos dijo: “Vayan a vender estas repochetas a la escuela”. Yo las llevaba a la escuela y al salir a recreo me ponía a venderlas a los compañeros. Un córdoba por repocheta y fueron un éxito. Con lo ganado ya podíamos comprar un poquito de carne para comer u otras cositas para el hogar. Incluso al pasar el tiempo ya nuestra madre nos daba un córdoba a cada hermano para comprarnos lo que quisiéramos.
Todos los hermanos aprendimos a preparar las repochetas y así se convirtió esto en un pequeño negocio familiar donde todos participábamos, incluido mi padre, que se encargaba de mantener la milpa, el frijolar y los sembradíos de cebolla y tomate. Al principio fue en el recreo en la escuela, luego íbamos de casa en casa (¡lograba hasta 40 repochetas vendidas, se iban volando!), luego ampliamos la venta en la escuela con el turno del colegio por las tardes y lográbamos colocar hasta 400 repochetas por día. Claro que ya a ese nivel teníamos que pagar a la escuela para poder mantener un puesto fijo. Toda la familia se dedicó a eso y lo hacíamos todo en conjunto.
Tengo 10 años de vivir en Costa Rica. Vine porque quería conocer, la gente hablaba sobre la vida en Costa Rica y yo quería conocerla. Vine como turista y decidí quedarme pues ví mejores oportunidades para trabajar. Después de eso ya le he dado a Costa Rica tres niños. Desde que llegué he vivido aquí en Tejarcillos de Alajuelita.
Un día, mi marido que es costarricense de Cañas, Guanacaste, me pidió que le preparara alguna comida típica de Nicaragua y se me ocurrió prepararle las repochetas. Al momento me di cuenta que muchas cosas tenían que cambiar en la receta que aprendí de mi madre. Por las circunstancias, construir un fogón improvisado, localizar la leña y sin milpa ni frijolar.
Sorpresa me causó no conseguir los frijoles rojos, pues en Costa Rica solo se consume el frijol negro. Para molerlos ni modo debo utilizar la licuadora. Sobre la cuajada, ¡ni que se diga!, imposible de conseguirla, pues no es costumbre su consumo en este país, entonces a sustituirla con queso semiduro y la masa, ni modo, un paquete comprado en la pulpería de doña Anita. Por supuesto esta masa viene ya más fina, su consistencia no es la misma que se logra cuando se tiene que moler con piedra. Tal vez el sabor no cambia, pero si la textura, quedaban más crujientes cuando es menos fina la masa.
A mi esposo le encantó y también a un grupo de vecinas que se acercaron a la casa atraídas por el olor de la cocina. Al poco tiempo ya estaba haciendo repochetas para los compañeritos de escuela de mi hija mayor, para recoger fondos y todos los demás niños y las profesoras hacían fila para comprarnos las repochetas.
Al principio los ticos se mostraron reacios. No por las repochetas mismas, sino por nuestro acento. Decían que no querían probar esas cosas raras. Pero poco a poco se fueron animando y al final quedaron todos encantados y me piden más y más y más. Al paso que voy, creo que tendré que poner un puesto de repochetas. Ya mi esposo sabe hacerlas y me ayuda en los procesos.
Sin embargo, a mis hijos no he logrado entusiasmarlos. Ellos están en sus cosas, pero me encantaría poder pasarles la tradición de las repochetas y estar con ellos en la cocina de la misma forma que estaba con mi mamá, mi papá y mis hermanos allá en Nicaragua. Esas cosas las añora uno con todo el corazón.
Cuando preparo las repochetas, los olores y los sabores, siento que me traslado hacia mi casa. En mi mente veo a mi madre ahí, siempre en su cocina, junto a la tabla limpiecita, bien aseadita para preparar los alimentos (no teníamos cañería, sino que traíamos baldes de agua del pozo). Siempre con ese entusiasmo por las repochetas y por conseguir algo de plata para comprar algo diferente de comer o para darnos, aunque fuera un córdoba para que lleváramos a la escuela o para comprarnos algo que nos hiciese falta.
Todo eso me recuerda cuando preparo las repochetas y deseara echar alas y regresarme para allá, pues me hacen mucha falta. El contacto con mi mamá, mi papá y mis hermanos, las comidas las añoro, las fiestas y las tradiciones y costumbres de Terrabona. Las repochetas son como un consuelo para mi y me encanta ver a la gente comiéndolas con todo gusto y al final decir: “¡Qué ricas, deme otra! Eso me emociona.
Yo saco pecho con las repochetas. Algún día les contaré del postre que llamamos “huevos chingos”, que vendía junto con las repochetas y que hacía reír a tanta gente cuando se pregonaba su venta a viva voz.
“La elaboración de las repochetas no empieza en la cocina. Hay que ir al campo, a la milpa, a recolectar las mazorcas, quitarles las cáscaras, sacarles la pelusita que traen y luego desgranarlas (bastantes mazorcas porque éramos 11 hermanos, mi papá y mi mamá, y muchas mazorcas más después, cuando se puso bueno el negocio).
El maíz amarillo primero había que nesquizarlo. Se calentaba agua con ceniza y cal y cuando estaba hirviendo se dejaba caer el maíz. Se iba revolviendo hasta que empezaba a soltarse la cascarita, y cuando ya estaba descascarando, se bajaba del fuego para lavarlo muy bien, hasta que se le quitara un puntito negro que trae el grano de maíz, para luego molerlo en húmedo. Para la molienda usábamos la piedra y el metate o con el molinillo casero que compró mi padre, cuando el negocio se puso bueno.
De allí se obtenía la masa y se procedía a condimentarla. Mi mamá licuaba chile, ajo y cebolla; se le agregaba un poco de achiote y un punto de sal. Se amasaba hasta que se lograba la consistencia adecuada para poder hacer las tortillas. Para hacer las tortillas se tomaba una porción de la masa, se le daba forma de una bolita y se colocaba sobre la mesa, o más bien sobre un plástico cortado en forma circular. Luego se comenzaba a presionar con golpes para aplanarla. Una mano iba expandiendo poco a poco la masa hacia los lados y la otra iba manteniendo la orilla y dándole la forma. Al principio costaba un poquillo, pero de tanto ver a mi mamá y de tanto hacerlas se logró aprender rápido.
Con el aceite bien caliente sobre un comal de hierro se ponían a freír. Mientras se iban haciendo las tortillas, se iba preparando también los frijoles. Los frijoles rojos del frijolar que cultivaba mi papá. Los frijoles rojos se ponían a cocinar con su buen ajo, chile, cebolla y sal. Ya cuando estaban listos, suavecitos, mi mamá usaba también la piedra para molerlos, era como a ella le gustaba, pero también a veces usábamos el molinillo. La cuajada se conseguía con los vecinos que tenían vacas. Era la que se hacía en el campo, completamente artesanal. Como la cuajada se conseguía recién hecha, quedaba suavecita y se espolvoreaba sobre los frijoles.
Por último había que preparar la ensalada. La ensalada era de repollo, tomate cortado en cubitos y a veces cuando se conseguía zanahoria, se rallaba para ponerle. Se condimentaba con sal y se le agregaba vinagre blanco. Si se lograba tener limones criollos, entonces se sustituye el vinagre por el jugo de limón. Para quienes les gustaba el chile también preparábamos chileros, pero no se los poníamos a las repochetas. Nuestro patio estaba lleno de matas de chile. También algunas personas le ponían natilla o salsa de tomate. De todo eso llevábamos, pero no se lo poníamos a la repocheta, pues ya dependía del gusto de las personas.
Las repochetas no llevan carne, es una comida de esas que llaman vegetarianas. Cuando ya se involucró toda la familia en el negocio, era muy divertido. Todos metiditos en la cocina, alrededor del fogón, junto a la mamá y el papá. Unos preparando la masa, otros palmeando las tortillas, otros friéndolas, y todo lo demás. Mientras las preparábamos íbamos contando chistes, historias o los últimos chismes de Terrabona”.