La Secretaría General Iberoamericana (SEGIB), junto con los programas de cooperación IberCultura Viva e Iber-Rutas, y la iniciativa IberCocinas, anunciaron este martes 3 de septiembre el resultado del concurso “Sabor a Iberoamérica”, lanzado en abril para premiar historias de recetas culinarias tradicionales de las comunidades migrantes de la región. Las 10 propuestas seleccionadas recibirán premios de US$ 500 cada una.
Además de las 10 ganadoras, la Comisión Evaluadora ha decidido otorgar cuatro menciones honoríficas (sin premios en dinero) a otras postulaciones que no se ajustaban a los requisitos de premiación por no tratarse de personas migrantes, pero que sí presentaban en las recetas las historias de migración de sus ancestras.
Fruto de programas de cooperación de los países iberoamericanos en las áreas de cultura, cocina y migración, el concurso buscó fortalecer la visión de Iberoamérica como una región cuyo desarrollo ha estado estrechamente vinculado a las migraciones internacionales. Su meta fue visibilizar las experiencias de interculturalidad que se dan a través de la cocina tradicional y la innovación creativa como expresión de la diversidad.
Las inscripciones estuvieron abiertas del 3 de abril al 15 de julio de 2019 en la plataforma Mapa IberCultura Viva. Podían participar de la convocatoria personas mayores de 18 años de nacionalidad y residencia de alguno de los 22 países de Iberoamérica. Las propuestas deberían incluir una receta de la comunidad de procedencia del postulante, la historia que se encuentra detrás de ella y la forma en que esa receta se ha insertado en la sociedad de acogida, en el contexto de una experiencia migratoria.
De las 43 postulaciones enviadas al concurso, 42 fueron habilitadas y pasaron a la segunda etapa de la convocatoria. Entre los criterios de evaluación estaban la representatividad de la preparación para la comunidad de origen; el proceso de interculturalidad en la experiencia de inserción en la comunidad receptora; la originalidad de la historia; el origen de la receta, ingredientes y su historia, y la presencia de significaciones y valores asociados.
A continuación, presentamos algunos fragmentos de las recetas seleccionadas y ganadoras de menciones honoríficas. Los próximos días publicaremos las recetas ganadoras del concurso, acompañadas de sus historias y modos de preparación.
“La receta me la enseñó mi madre. Desde chica me gustaba ayudarla en la cocina. Casi siempre yo me ponía a su lado para observar como ella preparaba a mis comidas preferidas. Con mi hermana seleccionábamos los porotos dispuestos arriba de la mesa, separando los granos buenos y descartando a los que no tenían buen aspecto. Me acuerdo que ese proceso era muy divertido para nosotras. Con los años, aumentaban las responsabilidades en el hacer de la feijoada: preparar la farofa; ayudar a cortar las cebollas, los tomates; alcanzar los ingredientes o utensilios mientras mi madre cocinaba. (…)
“Los mayores beneficios de hacerla en Argentina están relacionados al plan de lo simbólico. He logrado acceder a valores subjetivos existentes en el acto de cocinar y de comer que únicamente se me presentaron al encontrarme en la condición de migrante. Cuándo me invaden los sentimientos de añoranza, mi cuerpo se llena de memorias. En esas ocasiones, resuelvo cocinar una feijoada. Entonces, el sabor de la comida ausente se hace presente en mi boca. Sus colores, texturas y sonidos me hacen recordarlas con vehemencia. Mi corazón vuelve a sentir el calor del plato que me fue servido con afecto. También suelo cocinarla para los ensayos de samba en mi casa. La Roda de Samba grupo de Santa Fe, formado por músicos argentinos y brasileños que tocan samba brasileña, muchas veces vienen a ensayar en mi casa y aprovecho la ocasión para hacer la feijoada. Generalmente somos un total de veinte personas, entre los y las integrantes y algunos otros invitados. El ensayo de la Roda de Samba se parece más a una excusa que hacemos entre amigos para compartir la feijoada, cantar, tocar y bailar samba”.
“Soy colombiana, provengo de la zona del río San Juan, del corregimiento de San José del Salado (300 habitantes), con cuna donde se ubica una de las dos torres mudéjar de Latinoamérica, en el Valle del Cauca. Si bien en mi pueblo no hay tradición fuerte por los frutos del mar, en casa gracias a mi padre, mi madre, mi abuela y su pasión por la comida de mar, desde muy pequeña consumíamos semanalmente pescado o mariscos. Cuando yo tenía 5 años, hace ya 37 años, fuimos en familia a Buenaventura, a un humilde pero renombrado restaurante ubicado en una casa de palafito junto al mar, “Donde Pancha”, que era una mujer negra recelosa de sus recetas, cuya sazón hizo que varios presidentes de Colombia la visitaran en su humilde casa/restaurante. Llegamos muy temprano, lo que permitió que mi madre con su dulzura campesina, “le cayó en gracia” a la cocinera y por ello fué participe de la elaboración del sancocho de pescado, la misma Pancha le explico a mi mamá como lo elaboraba, diciéndole que el secreto era el amor.
La receta la comenzamos a preparar en casa desde ese entonces y la hemos ido mejorando a medida que ha pasado el tiempo, en principio mi madre y luego yo también comencé a hacer aportes, que han permitido perfeccionarla y explorar con aciertos y fracasos. Regularmente la realizamos para cumpleaños en especial el de mi papá o alguna festividad especial, cuando hay buen tiempo de sol, se realiza en fogón de leña y se comparte en familia, ya tiene muy buen reconocimiento, nos llaman a preguntar cómo la hacemos. Y muchos invitados que en principio manifestaban su total disgusto por el pescado, han pedido hasta 3 platos. Una vez preparé un sancocho para compañeros de la universidad y un profesor alemán que se supone era alérgico al pescado, pidió dos platos y su alergia no apareció por ningún lado”.
“El anticucho es uno de los platos bandera de la comida peruana, en su simpleza representa la más cálida acogida a la familia que llega de visita un domingo por la tarde, a las ferias populares, a la actividad pro salud para ayudar a un amigo o familiar enfermo, o simplemente comerte ese ansiado antojo.
La receta la aprendí de una tía y ella de mi abuela. A los 11 años me gustaba mucho visitar en vacaciones a mi tía en Motupe (Lambayeque – Perú) ella vendía fuera de su casa parrillada y anticuchos. Me llamó mucho la atención, ver cómo los trozos de carne insertados en unos palitos se cocinaban con el implacable fuego sin quemarse, pero esbozando un olorcito particular que hacía a las personas quedarse paradas alrededor de la parrilla esperando por su ansiada porción. Fue en ese entonces en que quise aprender no solo la entrega en el plato o la mano sino la preparación.
El anticucho es un plato típico peruano que como tal se popularizó durante la época colonial, siendo uno de los platos más importantes servidos a los esclavos del antiguo Perú. Se caracteriza por el uso de corazón de res insertado en un pincho y asados bajo el fuego de una parrilla. En Perú, es considerado un plato tradicional de las Fiestas Patrias, durante el mes de julio, como parte de las tradiciones gastronómicas de las festividades. Desde que aprendí hacer ese platillo, al regresar a mi casa de vacaciones siempre me pedían hacerlo, y cada vez que lo realizaba sentía la misma sensación que al estar en casa de mi tía, esa sensación de ver a la gente esperar su brocheta y terminar con una sonrisa de agradecimiento”.
“La receta original es de mi bisabuela Margarita, originaria de Yucatán. Mi abuelita se le enseñó a mi mamá y mi mamá a mí, pero es una receta en la que es difícil llegar a la cocción perfecta de la carne, hay que entender los tiempos al fuego y el manejo de los cítricos, más las cantidades exactas de los aliños para que no quede muy intensa pero tampoco puede quedar sin sabor. Yo recién logré llegar a la sazón cuando cumplí 18 años. A pesar de los esfuerzos de mi mamá por enseñármela no lo lograba, entonces mi abuela decidió guiarme hasta lograrlo. Con esta receta vendí tacos en México durante 3 años para ayudarme a pagar mi carrera de universitaria, me volví la taquera preferida de muchos transeúntes de Avenida Coyoacán. Es una receta a la que le debo mis estudios, pero sobre todo le debo la conexión con mi abuela y todo mi linaje materno acerca de cómo mantener nuestra sazón, de la importancia de nuestros estados de ánimo al cocinar, la conexión con los ingredientes para saber cuánto le pongo de cada uno.
Con los años he ido perfeccionando la receta, ahora la hago en Chile con toda la fusión de ingredientes de diferentes países. Creció, encontró su sazón peculiar. Con las enseñanzas en cocina también he ido aprendiendo que en la calidad de los ingredientes radica el sabor, por lo tanto en Chile apoyo al comerciante particular, la carne que ocupo para mis recetas siempre son de animales libres. En Chile se ha perdido mucho las carnicerías, las verdulerías, las fruterías, la mayoría compra en el supermercado y el pequeño comerciante ha ido desapareciendo. Yo extraño eso de México, poder salir y encontrarme con la señora que vende los limones de su limonero, el caballero que vende la carne de los animales de su granja que él cuida y mantiene. Así que esto trato de transmitir en clase a mis alumnos y también en cada receta que degustan mis comensales, hablar de lo importante que es la calidad de los ingredientes y su obtención. De alguna manera esta receta marcó mi emprendimiento, conexión y valor fue lo que me dejó”.
“El chipaguazú es una de la dos principales guarniciones de Paraguay. Es una comida universal en toda América, pero con detalles particulares en este país de inmensa cultura indígena guaraní. Es una comida accesible y popular. Se puede encontrar en casi cualquier bar o restaurante de Asunción o del resto del país. El maíz crocante de los bordes y la suavidad del maíz cocinado en el interior, mezclado con queso y cebolla es una explosión de sabores dulces, amargos, salados y ácidos espectacular. Y, como siempre en estos casos, la mejor receta es la de la madre o abuela del clan familiar.
La receta ha viajado con formas y proporciones distintas por todo el continente, desde el sudamericano chipaguazú paraguayo al norteño “Corncake” (pastel de maíz) afroestadounidense. Yo soy nacido argentino, criado español por padres migrantes, vuelto a migrar en busca de trabajo en 2012 y residente paraguayo desde hace seis años. Mi pareja paraguaya me abrió hace cuatro años un mundo de nueva cultura, historias y recetas. La más destacada y viajera es el chipaguazú. La madre de mi pareja, Ña Mechi, como es conocida en su gran familia de 20 hermanos y en su barrio de la periferia de Asunción, le debe su superviviencia y la de su hija a su buen oficio con la cocina, su fuerza de voluntad y su inmensa paciencia. Y su chipaguazú es mi favorito de todo Paraguay y, probablemente, del mundo”.
“La causa limeña es uno de los platos tradicionales del Perú, un plato infaltable en los agasajos familiares. Este plato data de la época del virreinato donde no se conocía con un nombre específico; fue con la llegada del libertador José de San Martín que para solventar los gastos de la campaña militar, en las esquinas de las calles limeñas se vendía este plato para apoyar a “la causa” de la independencia; es en este contexto en que el plato ganó el nombre de “causa”.
Este es uno de mis platos favoritos, el plato que se hacía esperar cada viernes al terminar la semana en el comedor popular donde mi abuelita cocinaba. Yo era infaltable y esperaba sentado en la mesa la llegada de mi platillo favorito, y al llegar primero lo comía todo junto lo que hacía sentir un sabor indescriptible, ese toque de limón, esa frescura y esa contundente papa amasada que te dejaba lleno. Luego me dio mucha curiosidad y cuando me servían el plato empecé a separar las capas de papa y los otros ingredientes para saber qué era eso que tanto me gustaba. Era aún pequeño y mi abuela no nos dejaba entrar mucho a la cocina por el miedo a quemarnos, siempre me quede con las ganas de aprender. Un día cuando tenía 13 años estaba en la secundaría, pidieron que preparáramos un plato para representar en el concurso por las fiestas patrias, en ese momento no dude que mi plato a presentar sería la causa. Le pedí a mi abuela que me enseñara y ella al ver mi emoción me enseñó.
Desde ese entonces siempre trate de mejorarlo y fue mi forma de agasajar y demostrar mi cariño a mi familia y amigos al prepararlo. Creo que fue esa experiencia la que me hizo estudiar cocina. Dicen que hay experiencias que te marcan y cada vez que hago ese plato, regreso ese viernes último de julio, en el centro de mi colegio junto con todos los otros platillos, esperaba con ansias al jurado para que probara mi preparación”.
“Aprendí la receta de las repochetas de mi mamá. No sé nada sobre el origen, para mi las inventó mi madre porque eso fue lo que viví. Eran épocas difíciles. Después de la revolución sandinista vino la contrarrevolución. Yo no recuerdo nada de eso, era muy pequeña. Lastimosamente uno de mis tíos favoritos murió por esas horribles guerras. Aunque no se hablaba de eso, de segurito que la pobreza en que vivíamos fue fruto de todo ese proceso, aunque mi papá decía que era la tierra que estaba cansada y ya no producía como antes.
Se imaginan, mis papas debían mantener once hijos y así un día mi madre preparó una masa, le puso los frijoles molidos, la ensalada y la cuajada encima. Nos dijo: “Vayan a vender estas repochetas a la escuela”. Yo las llevaba a la escuela y al salir a recreo me ponía a venderlas a los compañeros. Un córdoba por repocheta y fueron un éxito. Con lo ganado ya podíamos comprar un poquito de carne para comer u otras cositas para el hogar. Incluso al pasar el tiempo ya nuestra madre nos daba un córdoba a cada hermano para comprarnos lo que quisiéramos.
Todos los hermanos aprendimos a preparar las repochetas y así se convirtió esto en un pequeño negocio familiar donde todos participábamos, incluido mi padre que se encargaba de mantener la milpa, el frijolar y los sembradíos de cebolla y tomate. Al principio fue en el recreo en la escuela, luego íbamos de casa en casa (lograba hasta cuarenta repochetas vendidas, se iban volando), luego ampliamos la venta en la escuela con el turno del colegio por las tardes y lográbamos colocar hasta 400 repochetas por día. Claro que ya a ese nivel teníamos que pagar a la escuela para poder mantener un puesto fijo. Toda la familia se dedicó a eso y lo hacíamos todo en conjunto.
(…) Cuando preparo las repochetas, los olores y los sabores, siento que me traslado hacia mi casa. En mi mente veo a mi madre ahí, siempre en su cocina, junto a la tabla limpiecita bien aseadita para preparar los alimentos (no teníamos cañería, sino que traíamos baldes de agua del pozo). (…) Las repochetas son como un consuelo para mi y me encanta ver a la gente comiéndolas con todo gusto y al final decir: “¡Qué ricas, deme otra! Eso me emociona”.
“Las pupusas salvadoreñas son la comida típica del El Salvador, probablemente por la tradición instituida de generación en generación. En el caso de esta receta fue una enseñanza de mi familia, a mi abuela le enseñó la suya, yo le enseño a mis hijxs y nietxs. Comúnmente se prepara en familia o para eventos comunitarios y fiestas populares nos reunimos grupos de mujeres a preparar pupusas, siendo esto un espacio de intercambio y trabajo colectivo. Los ingredientes en su mayoría son frescos del mercado o sacados de la huerta.
Esta receta se sigue conservando de generación en generación, ya que es una comida cotidiana, en la comunidad migrante salvadoreña y es común su preparación en casa de familias. La receta ha tenido que ser modificada ya que se ha tenido dificultad con conseguir ingredientes tradicionales como el loroco; y por motivos económicos y de salud se ha evitado hacerlas con carne, como se hace en la actualidad. Algunos ingredientes por lo que se reemplazan son el ayote rayado, los frijoles molidos, las espinacas y el tomate a cambio de la carne. En nuestro caso la mayoría cosechados de la huerta en casa, o comprados / truequeados a vecinos de la comunidad. La receta vegetariana ha despertado interés de personas vegetarianas o que prefieren alimentos sanos sin carne, por lo que se ha vuelto común en los últimos años.
En nuestra comunidad de Longo Maï, aquí en Costa Rica, es el plato más aclamado por el turismo y voluntarios que nos visitan, para festivales comunitarios, actividades de la iglesia y escuela. Actualmente hacemos talleres de pupusas a visitantes, con ventas de las mismas, ayudando a la economía familiar. Es común pasar a casa de cualquier persona de la comunidad y que te ofrezcan una deliciosa pupusa con café. Cada quien le pone su sabor y detalles personalizados haciendo esto una tradición que emigró también con nuestras familias y seguirá en la mesa de salvadoreñas, ticxs, nicaragüenses, etc”.
“En la mayoría de los hogares mexicanos del centro y sur del país es muy común que se cocinen “sopes” (especialmente en el sur se le conocen como “pellizcadas” o “picadas”), y que la receta sea transmitida a las nuevas generaciones, sobre todo de madres a hijas. Sin embargo, nuestro caso fue diferente y particular (…) Estando en México se tiene acceso tan fácil a los “antojitos mexicanos” lo que muchas veces impide que nos aventuremos a la preparación de estos platillos, así que fue hasta que decidimos migrar (primero a Valparaíso, Chile y ahora a Montevideo, Uruguay) que descubrimos la necesidad de cocinarlos por cuenta propia, lo que sin duda significó un reto, sobre todo porque tuvimos que poner en práctica lo que recordábamos de aquellas domingos en familia, y ahora se ha convertido en un gusto personal y en la manera de acercarnos al sabor de casa. (…)
Quizá para mí, un poco más que para el resto de los migrantes, los sopes signifiquen tanto, ya que alrededor de ellos tengo acumulado una serie de recuerdos. Mi cumpleaños, al ser en septiembre, era celebrado siempre con una “kermés”, en el que mi madre cocinaba lo más mexicano que se le ocurriera, agua de horchata, jamaica y limón, para formar los colores de la bandera, papel picado y rebozos en las mesas, globos de color verde, blanco y rojo, yo vestida con botas y sombrero, y lo que nunca podía faltar eran los antojitos, entre ellos y mis preferidos, los clásicos sopes, bien dorados y con mucha crema. Claro que preparar sopes, ahora en Montevideo, nos remonta al olor de México en septiembre, con el montón de puestos de antojitos en el Centro de la ciudad, a los mexicanos con el fervor patrio de esas fechas, con la bandera tricolor en la cara, la música ranchera, el mariachi y el tequila. Viniendo de la capital no podemos negar que los sopes saben a México, son la combinación perfecta de los ingredientes básicos de nuestra cocina y de nuestra alimentación, el maíz, los frijoles y la salsa, infalibles en las mesas mexicanas con su mosaico de sabores y colores”.
Un fragmento de la historia de la receta:
“Mi abuela, quien nos ha transmitido estos conocimientos culinarios, aprendió la receta de su madre desde muy joven, ya que a la edad de 12 años mi abuela se encontraba huérfana y migrando del campo a la gran ciudad, Bogotá. Esta sopa no solo es mi sopa preferida, sino que al cocinarla me remonta a los años en que residía en Bogotá, pues su ingrediente principal, el plátano, tan consumido en mi país y en la región del Caribe, me conecta siempre con mi lugar de origen. El olor de la sopa me recuerda a mi país y la añoranza de recibir la llamada de mi abuela diciéndome “mijita, hice sopa de plátano venga a tomarse un platico”.
En cada oportunidad que regreso de visita a Colombia no puede faltar el plato de sopa de plátano frito esperando en la mesa, ya que el mismo no es un plato que tenga alguna fecha especial o época para ser preparado, solamente cumple el antojo de la nieta e hija menor, por lo tanto, se prepara en cualquier momento año. El hecho de migrar hacia otro país me permitió aventurarme por primera vez a realizar esta receta y a perfeccionarla cada vez más con el objetivo de que algún día sepa tan deliciosa como la de mi abuela, siendo un reto complicado porque ni la de mi mamá después de años de práctica sabe tan bueno. Es una receta que, a pesar de la distancia y la hibridación de mi alimentación con sabores y recetas locales me permite mantener las tradiciones culinarias de mi familia y resaltar muchos de los ingredientes cultivados por nuestros campesinos y consumidos por las familias populares de Colombia, al ser una receta de bajo costo.
(…) Cocinar esta receta y compartirla con los demás tiene suma importancia en el intercambio de los sabores y saberes presentes en los distintos platos de cada país, comunidad o familia, ya que nos permiten romper las fronteras, conocer y transmitir un poco del país y la cultura que se encuentra en los sabores, aromas y colores de cada plato”.
Nombre de la receta: Kipe de Zapallo o Kipe Hervido
Nombre de la candidata: Nerina Raquel Dip
País de nacimiento: Argentina
País de residencia: Argentina
Un fragmento de la historia de la receta:
“Esta receta es resultado de una mezcla, de una unión entre dos pueblos, de un matrimonio y sus circunstancias de vida. De un deseo de dos culturas de fusionarse. Mi abuelo Elias vino de Siria y mi abuela Cecilia era de Simoca, un pueblo del interior de Tucumán, una pequeña provincia al norte de Argentina. La situación económica era fluctuante y tuvieron 8 hijos. El extrañaba mucho su comida, especialmente su kipe. Kipe/kippe/kipi/kupi/kibbeh… y otras varias formas de nombrar un plato muy conocido y cocinado en el norte de Argentina, el lugar más elegido por los árabes para instalarse. Pero ese es solo un detalle de la lengua.
Ahora, volviendo a la casa de mis abuelos, Cecilia aprendió de Elías a cocinar ese kipe de la nostalgia. Lo que él quería era degustar lentamente ese sabor que lo trasladaba miles de kilómetros y lo hacia regresar aunque sea con el paladar a la ciudad de Skelbie, de donde se había visto obligado a salir. No siempre había dinero suficiente para comprar carne molida para preparar el plato de la memoria. La mesa era larga y la carne era sin dudas el ingrediente más caro del plato original. Ella venía de una tradición culinaria criolla. Del maíz. Del trigo. De la papa. Del zapallo. (…) Cecilia fue al fondo de su casa y vio cómo había crecido aquel lindo zapallo criollo… ese que le dicen plomo por su color. Y quiso que Elías comiera su kipe… y tuvo un poco de esa “picardía criolla” y puso zapallo en vez de carne. Una versión vegetariana diríamos hoy. Y en esa prueba nació el kipe de zapallo de mi familia. Para Elías el plato era sirio, para Cecilia era su invención.
Treinta años después realicé un curso de posgrado en la Facultad de Artes de la Universidad Nacional de Tucumán sobre Cultura Popular y cocina a cargo del Dr. Eduardo Rosenzvaig. El trabajo final consistía en un banquete de fusión con una reflexión sobre el origen de los ingredientes. Presenté este plato cocinado por mi mamá Delia y… gran sorpresa… era una receta que también cocinaban otras familias tucumanas…. Elías murió en 1970. Cecilia en 1985. En 2007 le regalé a mi madre Delia el libro Patrimonio culinario del Líbano del Chef Ramzi y juntas encontramos en la página 308 y en la 400 dos versiones de Kibbeh de Calabaza. No son iguales a la de Cecilia. Tienen sus variantes. Grande fue nuestra sorpresa. Cecilia nunca supo que inventó lo inventado. Elías nunca dijo que esa “invención” de Cecilia” era un plato conocido en Siria. Una de las pocas veces que el silencio pudo ser amor”.
Un fragmento de la historia de la receta:
“Es lógico suponer que si los principales ingredientes del plato paceño (excepto el haba que proviene de Europa), se cultivan en tierras sudamericanas desde tiempos preincaicos, éste plato se haya preparado en muy diversas versiones y tendencias a través de las épocas y los territorios. En mi caso particular fui conociendo la receta primeramente a través de Fanny (mi madre), quien seguramente la aprendió de mi abuela en las tareas de la casa y el campo. Y después lo aprendí de la cultura popular que sabe que la papa, el maíz , el melloco, los chochos, el tomate, el ají, etc, se siembran y se comen en la región andina desde hace al menos 6. 000 años; decantando su sabor en el agua que hierve en utensilios de barro, piedra y metal abrazados por el poder del fuego. Poder que bien conocen los habitantes de las tierras montañosas del Océano Pacífico.
Al ser un plato que se ofrece como sìmbolo de bienvenida, bienestar y celebración, y cuyos ingredientes- en los países tropicales andinos -pueden encontrarse durante todo el año, es un bocado fàcil de preparar en todo momento y por cualquier persona sin distinción de edad, credo, género o etnia. En el Inti Raymi, fiesta celebrada en honor al Sol y a la cosecha (de maíz) por ejemplo, la preparación de los alimentos implica todo un ritual social que inicia con el saludo a la plantas y a los elementos que permiten su crecimiento: la tierra el agua, la luz del sol. Entonces, el ritual atraviesa todo un arte de selección, pelado, desgranado, cocción, molienda, fritura, condimento, presentación y servicio. Arte en el que intervienen todos los miembros de la comunidad, del más grande al más chico, como un acto de amor sincero para recibir a los hermanos y hermanas que llegarán de todo lado para compartir los alimentos para el cuerpo y el espíritu, con la música y el baile del san juan y bebiendo la chicha de jora”.
Un fragmento de la historia de la receta:
“En la suma de aromas y sabores de la práctica alimentaria en Chiapas subyace un intrincado tejido vegetal y animal que forma parte de esa dinámica de tradición de su diversidad cultural y que se nos presenta en platillos cuyos sabores y colorido dan cuenta de la historia de la región y sus pobladores, así como de sus relaciones humanas, su historia económica, su imaginario literario y musical y sus representaciones del mundo en sus danzas y ceremonias, a lo largo de toda la geografía estatal.
Así ocurre con una de sus prácticas alimentarias vigente en un platillo tradicional que se consume en el municipio de Pijijiapan, en la Costa de Chiapas: la panza con pinol. La práctica por el consumo del desperdicio o desechos de la ganadería tiene, para el caso de una tradición alimentaria de la región del Istmo-Costa de Chiapas, su importancia debido a la herencia africana a través de la llegada de los esclavos negros en el siglo XVI a dicha región y su ulterior actividad en los curatos y en las estancias ganaderas conocidas como fincas (…)
Al paso del tiempo este platillo formó parte de esa herencia tradicional culinaria, que si bien ya no se llega a matar una res para la celebración del difunto o del casamiento por los costos elevados, se llegan adquirir al interior de la comunidad a través del comercio en los mercados. (…) Aunque los ingredientes se siguen adquiriendo dentro de la propia región, así como su preparación, el valor de este platillo ha cambiado a través de las nuevas generaciones porque algunas cocineras la preparan por ser de una herencia generacional, pero desconocen de la historia que guarda la misma dentro de ese sabor y olor, un poco porque siguen siendo comunidades marginadas y porque se asumen de esa forma por su misma condición afromestiza, como si de pronto quisieran borrar su historia para ser aceptadas al resto del mundo. Sin embargo, para las que las preparan, que ahora son las llamadas cocineras tradicionales, suele ser una forma de unión entre los mismos”.
Un fragmento de la historia de la receta:
“Mi abuela Ernestina Ferreras de la Fuente nació en 1939 en Villarrín de Campos, Zamora, España. Tras la guerra civil, en el año 1956, emigró hacia Argentina junto con sus padres, hermanos y hermanas. Con ellos vinieron sus expectativas, sueños y las esperanza de una mejor vida. Pero tambièn trajeron parte de su tierra en cada bolsillo, en el acento, en las costumbres, en la cocina. Es así como gracias a ella, esta receta traspasó generaciones y fronteras. La historia remonta a mi tátara abuela, se llamaba María y falleció en Villarrin de Campos en el año 1945. Ella era panadera, pero en el pueblo no había panaderías tal como las conocemos hoy. La gente se acercaba a la casa de la panadera con la harina y cocinaba su propio pan en el horno para la familia.
En Villarrin de Campos, cuando se aproximan las fechas festivas tales como 1º de Mayo, el día de Cristo, bautizos, casamientos, entre otras, desde aquellos tiempos hasta la actualidad, los vecinos se juntan para cocinar varias docenas de rosquillas en el horno del panadero o panadera y luego las reparten. La receta de las rosquillas llegó a las manos de mi bisabuela, quien comenzó a hacerlas pero ahora no como oficio sino para consumo familiar. Con el golpe de la Guerra Civil y la difìcil recuperación del orden en el país, faltaba harina para cocinar y se vieron forzadas a pausar la tradición culinaria.
Al venir a Argentina mi bisabuela afortunadamente pudo retomar la tradición. Luego, tras su fallecimiento, la familia recordaba con anhelo las rosquillas, por lo que mi abuela decidió tomar las riendas y comenzar a cocinarlas; su padre le pasó la receta y a partir de ahí nunca más faltaron las rosquillas en las fiestas. (…)
En el año 2007 mi abuelo, también inmigrante español, junto con otros españoles, fundaron el Centro Castellano y Leonés en Bahía Blanca, un lugar de encuentro para aquellas personas oriundas de España y sus familias. Toda mi familia, y yo incluida, somos voluntarios de este Centro, colaborando en los eventos. Mi abuela, miembro de la comisión, asiste y organiza reuniones, cenas y té-bingo para recaudar fondos. Buscando homenajear la comida típica de su tierra, mi abuela propuso cocinar a los socios las tradicionales rosquillas morenas. Desde aquel día en que las sirvieron, son el infaltable de todos los eventos y siempre preguntan por “las masitas de Ernestina”. Se convirtieron en un símbolo tradicional para el Centro Castellano y Leonés, que con su sabor, la añoranza del pasado se hace presente en cada encuentro, reaviva recuerdos y alimenta los lazos interculturales”.